‘Hablando de Relaciones… El Amor por el Fútbol’ por Jeremy Fernando (traducido por Alvin Góngora)

9 de julio, 2014

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[para mi querida amiga, Pearlyn Quan Wright]

La noción que atormenta a las relaciones es la de la bondad, que por lo general se presenta en forma de pregunta: ¿qué tan buena es la otra persona? Sin embargo, en estos tiempos nuestros de pulcritud política no deberíamos nunca abordar frontalmente esa cuestión, ni mucho menos la persona en cuestión. El asunto, por lo general, viene disfrazado de “entonces, qué es lo que usted hace?” “¿qué piensa usted de _____ (incluya aquí el tema que está de moda)?” o algo por el estilo. Lo que la otra persona responda ya nos permitirá juzgar su supuesto nivel de gentileza. Pues bien, que nuestro juicio sea legítimo o no ya es un tema, en cierto modo, irrelevante, ya que tendríamos que ser supremamente ingenuos como para esperar que todas las afirmaciones sean constatables (que tengan una correspondencia con la realidad y puedan, por lo tanto, demostrarse ciertas o falsas). El otro, la otra, bien podría estar posando al dar su respuesta. Después de todo, uno, nosotros, todos asumimos posturas performativas a toda hora al emitir nuestros conceptos. El aspecto más importante es que a partir de ese juicio tenemos que decidir si la persona es buena o no. Para ser más específicos, hemos de concluir si la persona es buena para con nosotros, o no.

El problema es que usted no es la única persona que lo hace.

No hay razón para creer que no solamente la otra persona al mismo tiempo lo está juzgando a usted, sino que, y esto es más pertinente, la otra persona sabe que usted la está juzgando en la misma medida en que ella lo juzga a usted. Lo que se nos presenta, entonces, es una situación en la que dos (o más) entran en un juego, entendido como aquella situación que se ajusta a un reglamento. Como sucede en todo juego que se precie de serlo, las reglas son innegociables: usted las observa o no juega. Sin embargo, puesto que los jugadores son los que han decidido las particularidades del juego (no hay relación que sea similar a ninguna otra), tenemos una situación en la que aquel que impone las reglas es el mismo que busca utilizarlas para vencer a los demás.Y es aquí donde no debemos cometer errores, ilusionarnos: los juegos son teleológicos por definición. Ganar es su objetivo. En el fútbol, por ejemplo, la meta es anotar más goles que el oponente dentro de los límites establecidos por las reglas del juego. Por lo tanto, el árbitro es absolutamente crucial: el gol sólo es gol si así lo reconoce el árbitro. Si el balón en realidad cruza la raya blanca o no, ya es otra historia.

El hecho de que la interpretación de las reglas -que es la bisagra de la que pende todo el juego- descansa exclusivamente en las manos del árbitro, nos da quizá la clave para entender por qué tirarse en la cancha ha llegado a ser un punto de dimensiones descomunales en el fútbol, algo que fue discutido ad nauseum durante la Copa Mundial de la FIFA, en Brasil. Si lo que hace el árbitro es interpretar las reglas en una situación dada, se da a entender que él o ella está siempre atrapado en la tensión entre lo universal (las reglas como tales) y lo particular (la interpretación particular de tales reglas). El problema radica en la traducción de las reglas -que deben aplicarse a todo el mundo en toda situación- a una situación singular, con sus contextos y ambientes específicos. En otras palabras, el árbitro no está interpretando las reglas en un sentido hermenéutico (lo que la letra del reglamento significa), ni siquiera fenomenológico (que demanda una correspondencia entre la situación y un código preconcebido), sino en una dimensión más radical. Cada vez que el árbitro hace sonar su silbato, él o ella escribe esas mismas reglas que hace aplicar. Cada vez que el árbitro emite un juicio, ella o él escribe las reglas para un momento específico, aplicables únicamente a esa situación particular. De esta manera, el referí deshace la universalidad del reglamento y potencialmente desarticula el entramado legal del juego. Así, entonces, cada vez que un futbolista se deja caer en el terreno, tenemos una situación en la que el jugador o la jugadora no viola la norma (no hay nada en el fútbol que le prohíba a usted darse un piscinazo en la mitad del partido) sino que efectúa algo más radical que pretender engañar al árbitro para darle alguna ventaja a su equipo: el/la futbolista está cimentando el hecho de que el referí es, precisamente, el reglamento.

Y puesto que el juego no es nada más que su reglamento, se afirma que el árbitro es el juego.

Esta debe ser la razón por la cual los aficionados arden en santa ira cada vez que un futbolista se deja caer en la cancha; la razón por la que los hinchas se agotan en explicaciones exhaustivas tratando de demostrar que el futbolista de sus afectos no hizo tal cosa (incluso cuando es dolorosamente obvio). Cada piscinazo enraiza el hecho de que unos y otros están viendo un juego que los sobrepasa a todos: que a pesar de sus devociones hasta el fanatismo religioso, el hecho de que las reglas se estén escribiendo en el mismo momento en que se aplican significa que no hay posibilidades de entender el juego; que todos los intentos por discutir el juego, incluso por explicárselo a otros, no son más que relatos imaginarios, en el mejor de los casos narraciones de sus versiones del partido. He aquí la razón por lo cual aquellos que con mayor virulencia condenan los piscinazos son los comentaristas deportivos: cada jugarreta de esas nos recuerda que los entendidos no tienen idea de lo que hablan, que gozan de empleos que se fundamentan en la nada. [1]

Para redondear el cuento, en una relación los jugadores son también los árbitros.

Frente a una situación en la que cada palabra, cada gesto, es una confabulación de lo constativo y lo performativo. Pues, incluso si uno emite un concepto cierto (“Anoche yo estaba en la casa”), esa declaración no puede estar divorciada de ninguno de sus efectos potenciales, conocidos y desconocidos. Esto indica que para que yo lleve al otro a que me juzgue como bueno, no solamente he de ser capaz de decir las cosas correctas sino que también he de poder ser un buen juez de cómo me están juzgando los demás. Y puesto que no hay un marco de referencia a priori para juzgar (el marco referencial puede alterarse dependiendo del día, el estado de ánimo, o por ninguna razón aparente), uno tiene que juzgar constantemente a partir de las declaraciones que se van emitiendo.

Lo cual quiere decir que para tener éxito en este juego uno tiene que ser verdaderamente diabólico.

No se trata de ser simplemente manipulador, ya que la manipulación habla de cierta consistencia del ser. Se trata de poner en práctica la teoría del juego en su forma más pura: aquella en que con frecuencia uno tiene que desempeñar un acto en detrimento del propio ser con tal de salir avante.

Naturalmente -o, para ser más precisos, culturalmente- contamos con un término cortés para ello: lo llamamos “llegar a acuerdos.” Con esto no queremos decir más que: ceder frente al otro con miras a obtener una ganancia.

Judo relacional, si se quiere. [2]

La ironía, por supuesto, es que incluso si uno se cree ganador, no solamente la otra persona sigue siendo una completa desconocida (lo cual está bien si se tiene en cuenta que no se puede realmente llegar a conocer al otro), sino que aquel frente al cual la otra persona ha cedido es un usted actuado. Lo cual quiere decir que todo lo que usted ha conseguido es incrementar la actuación actoral que usted debe desempeñar.

Pero no es como si alguien ya no supiera todo esto.

Con todo, todavía nos seguimos enamorando.

Lo que indica que todos ansiamos ser engañados.

Y más que eso; nos sentimos atraídos hacia quienes no solo pueden engañarnos muy bien, sino que -y esto es más importante- pueden hacernos engañarlos no solamente a ellos sino también a nosotros mismos.

Lo que conduce a lo siguiente: para estar en una relación con el otro uno tiene que no solamente estar abierto a la posibilidad del otro sino que uno tiene que constituirse en el otro para el ser de uno mismo.

Y esa es la razón por la que uno se enamora, no como si se tratara de un sarpullido febril pasajero, sino en el sentido preciso del desmoronamiento. Aquel en el que el sentido del ser sufre su destrucción total. Aquel en el que uno pierde sus sentidos. Aquel en el que, para que dos personas estén en una relación, tiene que haber un engaño completo y total -del otro y de uno mismo- mientras se mantiene la ilusión de que usted aún es usted para el otro.

Lo cual quiere decir que amor es maldad.

Por esta razón, el himno lema para toda relación debería ser “Interrogación al Bien,” de Bertolt Brecht, no en su interpretación materialista dialéctica tradicional, según la cual los versos iniciales, “Da un paso al frente: oímos decir / Pues eres un buen hombre” se refieren al juicio de otro. Ese “buen hombre” no es otro distinto a nuestro propio ser. Así, pues, cada vez que seamos tentados a ser buenos, ajustémonos a la segunda estrofa y acatemos su lección:

Entonces, aquí estamos: nosotros sabemos
que tú eres nuestro enemigo. Es por eso que nosotros
ahora te ponemos contra la pared. Pero en consideración a tus
méritos y buenas cualidades
te vamos a poner contra una buena pared y te vamos a fusilar
con unas buenas balas y un buen fusil y te vamos a enterrar
con una buena pala en la buena tierra

(Bertolt Brecht: ‘Verhör des Guten’, a partir de la traducción al inglés de Slavoj Žižek)

 

Notas:

[1] Los parrafos sobre la relación entre piscinazo y el fútbol se los debo en gran medida a una conversación con Sean Smith.

[2] “Como en el judo, la mejor respuesta al movimiento de un adversario es no retirarse, sino seguir el juego, revertirlo a tu ventaja, tomarlo como punto de partida para la siguiente fase” (Michel Foucault)

Texto original publicado en Berfrois; Jeremy Fernando ‘On Relationships…’: http://www.berfrois.com/2014/07/loving-the-football-by-jeremy-fernando/

 

Sobre el autor:

Jeremy Fernando es becario en European Graduate School (Jean Baudrillard Fellow) donde se desempeña también como catedrático en Literatura y Pensamiento Contemporáneo. Fernando trabaja en los puntos en los que la literatura, la filosofía y los medios se entrecruzan. Ha escrito seis libros entre los que se incluyen Reading Blindly y Writing Death. Sus intereses por otros medios lo han llevado al cine, la música y el arte, y sus trabajos han sido exhibidos en Seúl, Viena, Hong Kong y Singapur. Fernando es editor general de Delere Press y la revista One Imperative. Está asociado al Tembusu College, de la Universidad Nacional de Singapur.

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